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Te devuelvo el tango

El mes de septiembre de 1984 dio paso al estreno de TE DEVUELVO EL TANGO, una obra escrita y dirigida por Inés Muñoz Aguirre. Bien podría decirse que con este montaje seguía adelante un proceso de experimentación con el lenguaje teatral. En esta oportunidad los recursos fueron la poesía, la música y el silencio. Una serie sucesiva de canciones de despecho le permitió a la autora realizar un ensamblaje, los personajes sin palabras contaban una historia de amor y desamor a través de una serie sucesiva de cuadros.

Experimentar con esta propuesta significó para los jóvenes integrantes de Nueva Gente, un trabajo continuo bajo el régimen implementado por el bailarín Javier De Frutos.

Con ello se buscó  un mejor manejo corporal con el fin de poder responder a la planta escénica en la cual la forma de expresión de los actores estaba compuesta por su lenguaje corporal.

 

Elenco:

Leonel Ariza

Vera Bendahan

Nora Chacón

Bismarck Garcia

Felipe Pulido

Yceliam Pérez

Gloria Rosales

TE DEVUELVO EL TANGO

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El problema de una crítica sobre “Te devuelvo el tango”, así como de cualquier puesta en escena, es en definitiva sobre qué hablar: ¿sobre el texto literario?, ¿sobre la puesta de ayer o de hace unos días? ¿sobre ambos a la vez?, ¿o sobre las posibles puestas en escena del texto literario?

Mejor será escribir sobre los rasgos de una propuesta teatral que Inés Muñoz Aguirre coloca con un cierto ritmo y espaciamiento en el trabajo de su trabajo escénico.

Uno de estos rasgos que parece mantenerse, quizás con claridad enunciativa desde la “Oda a la locura”, es la teatralización de la palabra poética: la puesta en escena, problemática y difícil de aferrar, de una voz interior que se desdobla sobre los cuerpos de los actores. Esta operación de “doblaje” llega a hacerse evidente en “Te devuelvo el Tango”, donde existe un segmento que marca claramente la separación entre cuerpo y voz (la conversación pasional entre los dos amigos). Estrategia discursiva de carácter monologante que adopta la forma de discurso interior escenificado por múltiples figuras y objetos, que también cumplen su rol de personaje: la pluma, la copa de cristal y el candelabro son tan efímeros y simbólicos como los cuerpos de los actores. Y esto no constituye un simple “psicologismo”, sino más bien una exploración del espacio interior, con vistas a una especie de reconocimiento por efecto de la proyección estética, provocada por la movilización espectacular de las figuras fantásticas del sujeto ordenador del discurso teatral. Este trabajo exploratorio se efectúa, a mi parecer, sin la exhaustividad significante que puede caracterizar a los monólogos de Joice, Beckett o incluso Pérez Perdomo, sino –y esto es importante– confiando en la capacidad comunicativa del sujeto consigo mismo a través de las palabras cotidianas.

 La estructuración “abierta de cuadros e imágenes (musicales y visuales) con “poca profundidad” apunta a una desmitificación del espacio teatral construido sobre la ilusión de realidad y la ficción dramática. Se trata más bien de la evocación y de la disposición en secuencias de un espacio memorioso.

En este espacio memorioso (donde el sujeto recuerda y a la vez es recordado) se ponen en escena los fantasmas  (individuales y colectivos) que puedan haber conformado los estereotipos sobre el amor, la pasión y la vida.

En este proceso enhebrado se ponen “entre paréntisis” los íconos “archivados” por una generación y se suspende el tiempo para reflexionar sobre la “teatralidad” de los eventos que entonces aparentaron ser “cotidianos” y carentes de escenificación. Pero ahora, al reponerlos y releerlos espectacularmente nos pueden mostrar al mismo tiempo la belleza y el desencanto (unidos como en una moneda de plata) de esos mitos sobre la pasión y el amor que,  a través de múltiples puertas, “entraron” en el espacio interior que ahora se despliega.

Y este despliegue –lo que me llama mucho la atención¬– es suave. Estas imágenes encarnadas son tratadas con sumo afecto y ternura; no hay ningún signo, ninguna marca superficial de violencia para con este “espacio memorioso” y los cuerpos y objetos tienden a tomar su lugar como en una casa grande. El teatro se convierte en una metáfora de ese “lugar poblado de imágenes” del primer Sartre.

El Tango es devuelto. No hay duda de ello. Pero ha dejado trazas en el cuerpo y ha formado signos.  Estos quedan y pueden ponerse en escena, vestirse y hablar y, ¿por qué no? Hasta hacer brotar alguna pequeña lágrima.

Rocchino Mangieri

Semiologo/ Arquitecto.

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